La luna, heralda

Masako Shimazu no pudo evitar detenerse un instante para observar la gigantesca luna que había anunciado la llegada de los demonios. Hacía ya ocho días de aquello y siempre que la miraba le sobrecogía su tamaño antinatural. Las dos nuevas estrellas en el cielo, siempre juntas, pero nunca en el mismo sitio, también la inquietaban.

«No hay tiempo para esto», pensó, y cruzó el último torii que daba acceso al santuario. Las olas bajo el acantilado rugían tanto que amortiguaban el tintineo de su armadura y el sacerdote no se percató de su presencia hasta que no llegó al altar. Masako colgó el amuleto que había traído y presentó brevemente sus respetos a los dioses, antes de interrumpir el rezo del hombre anciano.

—Tenemos que regresar. Un explorador ha avistado los estandartes del clan Ishikawa.

—Entonces es cierto —el sacerdote suspiró apenado—. Se han aliado con los demonios.

Masako asintió sombríamente.

—Se dice que los demonios están secuestrando a los eruditos y a los sacerdotes —le advirtió—. Temo que puedan hacer lo mismo con usted.

—Me han llegado rumores, pero soy solo un humilde sacerdote viejo a quien le duelen los huesos… Si me secuestraran, ¿qué ganarían? No es eso lo que me preocupa. No es eso por lo que rezo.

—¿Y qué es lo que le preocupa?

—Las personas —se lamentó el anciano—. Ni con nuestras aldeas inundadas, ni con las montañas escupiendo fuego, ni con demonios invadiendo nuestro hogar… Somos incapaces de evitar derramar sangre.

—La nuestra les costará muy cara —prometió Masako—. Mi padre no está, pero defenderé nuestro hogar, cueste lo que cueste. Es mi deber.

Emprendieron el camino de regreso y cuando llegaron al castillo del clan Shimazu, Masako comprobó que las defensas aún estaban siendo ultimadas a toda prisa. Ordenó al sacerdote que se refugiara con las mujeres y los niños en el interior, y apenas se hubo retirado, su lugarteniente se apresuró a acercarse a su lado y le entregó un papel.

—Ha llegado un mensajero —le comunicó—. Jun Ishikawa pide una rendición o, en su defecto, un duelo para solucionar esto con el menor sufrimiento posible.

Masako leyó la misiva rápidamente y arrugó el papel con furia en su puño.

—Acepto. Dile al mensajero que, en ausencia de mi padre, Ishikawa se enfrentará a mí, Masako Shimazu, única hija de Miura Shimazu.

—Mi señora —la interrumpió—, permitidme el honor de defender a nuestro clan.

—Te agradezco el ofrecimiento, Ogasawara, pero el deber me corresponde a mí. Mi padre me ordenó salvaguardar nuestro hogar, y eso haré. Ambos conocemos a Jun Ishikawa y entrenamos con él años atrás, ¿piensas que es un error que acepte el duelo?

El joven samurái se revolvió, inquieto.

—Jun es arrogante y eso es su perdición como guerrero. Ciertamente, os subestimará y podréis aprovechar eso en vuestra ventaja. Pero sois la única hija y heredera del señor del clan, si morís…

—No lo haré —afirmó. Pretendía sonar convencida, pero la perspectiva de fallar a su familia y a su clan la aterraba. Si perdía, lo perdían todo—. ¿A cuánta distancia está el enemigo?

—Los exploradores calculan que estarán aquí al anochecer.

—¿No te parece extraño, Ogasawara? Todos estamos con dificultades por ayudar a las aldeas inundadas, por conseguir comida, por acoger a refugiados… Y Jun Ishikawa se puede permitir el lujo de hacer una incursión rápida como el relámpago.

—En el pueblo llano empieza a correr el rumor de que los demonios conjuran comida y otros suministros para tentar a la gente… Quizás hayan pertrechado a Ishikawa y sus tropas.

Cayó la noche cuando la hueste enemiga llegó a las puertas del castillo. El heredero de los Ishikawa rompió filas y se apeó del caballo a pocos metros de Masako y algunos soldados Shimazu. La guerrera lo imitó y caminó hacia él. Se puso el casco, apoyó la mano en la empuñadura de su katana y esperó a que su rival hablara.

—Traerás la deshonra a tu clan, Masako. No me causará alegría tener que matarte, estás a tiempo de rendirte o de nombrar a otro que combata en tu lugar.

—La deshonra será tuya. Los dioses saben que este debería ser un momento de unidad, no de guerra.

Ambos se pusieron en posición. Masako se concentró, ignorando el zumbido de las luciérnagas que poblaban el claro. Había entrenado infinidad de veces, había matado ya a una docena de hombres y participado en torneos, pero era su primer duelo real con otro samurái. Estaban a punto de desenvainar cuando una voz de otro mundo retumbó en el claro.

—¡Ishikawa, esto no es lo que habíamos hablado! Nos prometiste un cese de hostilidades con los clanes vecinos.

Un carruaje extraño entró en el claro levitando a pocos palmos sobre tierra. El demonio que lo conducía hizo un gesto con su mano y el enjambre de luciérnagas se abalanzó sobre cada soldado. Todos fueron cayendo, uno a uno, y Masako también lo hizo al notar un pinchazo en el cuello. Algo iba mal: todos estaban inconscientes, pero ella solo quedó paralizada de cuello para abajo.

El intruso bajó de su carro y se acercó hacia ella.

—Masako del clan Shimazu, lamento que esta sea la manera en que nos conozcamos, hubiéramos querido hablar con tu sacerdote primero. Venimos en son de paz.

El demonio era alto, con una armadura ajustada de un material que Masako no pudo identificar y la escasa piel que dejaba al descubierto lucía pálida con el aspecto de un anfibio, brillante y resbaladiza. Un casco con unas luces extrañas cubría totalmente su cabeza.

La joven guerrera escupió a los pies de la criatura.

—Hasta los niños saben que los demonios mienten. Habéis ayudado al clan Ishikawa a traer la guerra a nuestro hogar.

El ser extraño ignoró el mal gesto y se arrodilló para quedar más cerca de ella.

—Y te pido perdón, lo creí cuando nos aseguró una tregua en la región —dijo con un tono apenado—. También te pido perdón por vuestra luna… La arreglaremos, pero llevará tiempo. Entre tanto, estáis lidiando con las mareas, la destrucción… No podéis pescar y habrá hambruna cuando se os acabe el grano. Y para ayudaros —remarcó— hace falta paz. Necesitamos tu colaboración y la de vuestro sacerdote, él podrá corroborar que no somos demonios ni espíritus malignos.

—¿Cómo que arreglaréis la luna? ¿De qué hablas?

—Un error de cálculo catastrófico, no debería haber sucedido… Pero es nuestra responsabilidad. —La criatura señaló al cielo, donde se encontraban en ese momento las dos nuevas estrellas. —Y, cuando lo hayamos solucionado, nos marcharemos.